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Capítulo 8

Dormí profundamente hasta las nueve y cuarto de la mañana siguiente. No suelo remolonear tanto, pero era 24 de junio, viernes, día de san Juan Bautista, la fiesta nacional de Quebec, y me dejé arrastrar por mi languidez habitual en tales jornadas. Puesto que tal festividad es la principal de la provincia, casi todo está cerrado. Aquella mañana no me encontraría la Gazette en la puerta, por lo que preparé café y fui a la esquina en busca de otro periódico.

El día era vivo y luminoso y el mundo se exhibía bajo un prisma activo. Los objetos y sus sombras destacaban con todos sus detalles; los colores de ladrillos, metales, maderas, pinturas, hierbas y flores proclamaban su vivacidad en sus diferentes situaciones del espectro. El cielo aparecía deslumbrante y sin la menor sombra de nubes y me recordaba los azules huevos de los petirrojos en las estampas de mi infancia, con la misma tonalidad escandalosa. Estaba segura de que san Juan lo habría aprobado.

El aire de la mañana era cálido y suave, en perfecta armonía con el aroma de las petunias que llenaban las macetas de las ventanas. La temperatura había ascendido de manera gradual pero persistente durante la semana pasada, y el nivel de cada día había superado a su predecesor. La previsión para la jornada era de treinta y dos grados Celsius que convertí rápidamente en ochenta y nueve Fahrenheit. Puesto que Montreal se levanta sobre una isla, el foso circundante del San Lorenzo le asegura una constante humedad. ¡Magnífico! Sería como en Carolina: un día cálido y húmedo. Como me he criado en el sur, lo adoro.

Compré Le Journal de Montreal. El «periódico número uno en francés de América» no era tan engorroso cuando se refería a la jornada festiva como el Gazette, de lengua inglesa. Cuando me hallaba a mitad de manzana de regreso a mi apartamento eché un vistazo a la primera plana. El titular estaba escrito en caracteres de ocho centímetros de color celeste: BONNE FÊTE QUEBEC!

Pensé en el desfile y en los conciertos que se celebrarían en el parque Maisonneuve, en el sudor y la cerveza que correrían y en la escisión política que dividía a la población de Quebec. Ante las elecciones que se celebrarían el próximo otoño, las pasiones se habían desatado y los que propugnaban la separación confiaban fervientemente en que aquél sería su año. Camisetas y pancartas anunciaban: L'an prochain mon pays! ¡El año siguiente mi patria! Esperaba que aquella fecha no se viese deslucida por la violencia.

Al llegar a casa me serví un café, preparé un cuenco de cereales y extendí el periódico sobre la mesa de la cocina. Soy una adicta a las noticias. Aunque puedo pasarme varios días sin un periódico y me conformo con una serie regular de dosis televisivas a las once, en breve tengo que contar con la palabra escrita. Cuando viajo, localizo en primer lugar la CNN antes de deshacer el equipaje. Lo hago así durante los ajetreados días laborables, distraída por las demandas de la enseñanza o profesionales, aliviada por las voces familiares de los programas familiares, sabiendo que me pondré al día al llegar el fin de semana.

No puedo beber, aborrezco el humo de los cigarrillos y pasaba un año escaso de sexo, por lo que las mañanas de los sábados me enfrascaba en orgías periodísticas, concediéndome largas horas para devorar las menores minucias. No se trata de que aparezcan novedades en las noticias: no es así y lo sé. Es como las bolas en una tolva de bingo. Los mismos acontecimientos suelen aparecer una y otra vez. Terremotos, golpes de estado, guerras comerciales, toma de rehenes. Mi impulso irrefrenable consiste en saber qué bolas han subido en determinada fecha.

Le Journal se presenta en un formato de historias breves y abundantes fotos. Aunque no fuese como The Christian Science Monitor, me conformaba con él. Birdie conocía la rutina y se retrepaba en la silla contigua. Nunca he sabido si porque lo atrae mi compañía o porque espera los restos de cereales. Arqueaba la espalda, se instalaba con sus cuatro patas pulcramente recogidas y fijaba sus redondos ojos en mí como si buscara respuesta a algún profundo misterio felino. Mientras leía, sentía sus ojos fijos en la mejilla.

Pasé a la página dos, entre un artículo sobre el caso de un sacerdote estrangulado y la cobertura informativa de la Copa Mundial de Fútbol.

 

Se descubre un cadáver mutilado

 

Ayer por la tarde, en su domicilio de la parte este de la ciudad, apareció el cadáver de una mujer de veinticuatro años brutalmente desfigurado. La víctima, identificada como Margaret Adkins, era ama de casa y madre de un niño de seis años. Se sabe que la señora Adkins estaba con vida a las diez de la mañana, en que habló por teléfono con su marido. A mediodía su hermana descubrió el cadáver, brutalmente golpeado y mutilado.

Según la policía del CUM no aparecían indicios de haberse forzado la entrada, y todavía se desconoce cómo consiguió el atacante acceder a la casa. El doctor Pierre LaManche realizó la autopsia en el Laboratorio de Medicina Legal y la doctora Temperanee Brennan, antropóloga forense norteamericana y experta en traumas del esqueleto, examina los huesos de la víctima para detectar posibles huellas de arma blanca...

 

La historia se prolongaba con un mosaico de especulaciones acerca de las últimas idas y venidas de la víctima, una sinopsis de su vida, una desgarradora descripción de las reacciones familiares y la promesa de que la policía se esforzaba todo lo posible por capturar al asesino.

El artículo estaba ilustrado por varias fotos que reflejaban el siniestro drama y su despliegue de personajes. En distintas tonalidades grisáceas aparecía el apartamento y su escalera, la policía, los encargados del depósito empujando la camilla con la bolsa precintada que contenía el cadáver. Un grupo de vecinos se alineaban en la acera, contenidos por la cinta que los aislaba del escenario del crimen, y su curiosidad había quedado estáticamente plasmada en las imágenes en blanco y negro. Entre las figuras del reportaje reconocí a Claudel con el brazo derecho levantado como el director de una banda musical de instituto. Un recuadro circular ofrecía un primer plano de Margaret Adkins, en una visión borrosa aunque más afortunada que el rostro que yo había visto en la mesa de autopsias.

Una segunda fotografía mostraba a una mujer mayor con cabellos teñidos de rubio y rizados y un pequeño con pantalones cortos y una camiseta de la Expo. Un hombre con barba y gafas de montura metálica pasaba los brazos por los hombros de ambos con aire protector. Los tres exhibían una expresión de asombro y dolor desde el papel, característica de quienes acaban de sufrir las consecuencias de un crimen violento y con la que yo había llegado a sentirme demasiado familiarizada. El pie de foto los identificaba como la madre, el hijo y el esposo de la víctima.

Ante mi consternación, a continuación aparecía yo en una foto tomada en 1992 en una exhumación que se conservaba en archivo y que solía utilizarse. Como de costumbre, me identificaban como «una antropóloga norteamericana».

—¡Maldición!

Birdie agitó el rabo y me miró con aire reprobatorio. No me importaba. Mis propósitos de alejar de mi mente los asesinatos durante todo el fin de semana festivo habían sido efímeros. Tendría que haber imaginado que la noticia aparecería en el periódico aquel día. Apuré los restos fríos de mi café y marqué el número de Gabby sin recibir respuesta. Aunque podían caber mil explicaciones, también aquello me irritó.

Fui a mi habitación a vestirme para el Tai Chi. Las clases solían tener lugar los martes por la noche, pero, puesto que nadie trabajaba, habíamos decidido por unanimidad celebrar una sesión especial. Yo no estaba muy decidida a asistir, pero el artículo y la llamada telefónica sin respuesta me habían resuelto a ello. Pensaba que por lo menos durante una o dos horas se aclararía mi mente.

 

 

De nuevo comprobé que me había equivocado. Noventa minutos de «acariciar el pájaro», «agitar las manos como nubes» y «buscar una aguja en el fondo del mar» no contribuyeron en absoluto a hacerme sentir de vacaciones. Me hallaba tan distraída que realicé de modo desincronizado todos los ejercicios físicos y regresé a casa más irritada que antes.

Ya en el coche encendí la radio decidida a apacentar mis pensamientos como un pastor cuida de su ganado, fomentando los frívolos y desechando los macabros. Aún estaba decidida a salvar el fin de semana.

 

... fue asesinada hacia el mediodía de ayer. La señora Adkins estaba citada con su hermana, mas no se presentó. El cadáver fue descubierto en el 6327 de Desjardins. No han aparecido pruebas de allanamiento de morada, y la policía sospecha que acaso la víctima conociera a su agresor.

 

Aunque podía cambiar de emisora, dejé que aquella voz se infiltrara en mi mente y bullera en mi quemador interno haciendo emerger mis frustraciones y destruyendo cualquier posibilidad de un fin de semana dedicado al ocio.

 

... aún no se han dado a conocer los resultados de la autopsia. La policía registra la parte este de Montreal e interroga a todos cuantos conocían a la víctima. Este incidente se convierte en el vigesimosexto homicidio registrado este año en el CUM. La policía ruega a cualquiera que posea información relacionada con este caso que se ponga en contacto con la patrulla de homicidios, teléfono cinco cinco cinco veinte cincuenta y dos.

 

Sin haber tomado una decisión consciente, giré en redondo y me dirigí hacia el laboratorio. Veinte minutos después llegaba allí, decidida a conseguir algo aunque sin saber qué.

El edificio de la SQ estaba silencioso. El habitual estrépito se había acallado ante la deserción general: sólo quedaban algunos infelices. Los guardianes del vestíbulo me miraron recelosos, pero en silencio. Tal vez se debiera a la cola de caballo, a los leotardos o quizá al malhumor general reinante por verse obligados a trabajar en jornada festiva. No me importaba.

Los sectores del LML y el LSJ estaban completamente desiertos. Los laboratorios y despachos vacíos parecían hallarse en reposo y prepararse para después de aquel cálido y largo fin de semana. Mi despacho estaba como lo había dejado, con los bolígrafos y rotuladores aún desperdigados sobre la mesa. Mientras los recogía, miré alrededor de mí, hacia los informes inconclusos, las diapositivas no clasificadas y el proyecto que tenía en marcha sobre las suturas de los maxilares. Las huecas órbitas de los cráneos utilizados como referencia me contemplaban desde el vacío.

Aún no estaba segura de por qué me encontraba allí ni de lo que me proponía hacer. Me sentía tensa y baja de tono. De nuevo recordé a la doctora Lentz. Ella había conseguido que yo reconociera mi alcoholismo y que me enfrentase al creciente alejamiento de Pete, pero sus palabras habían arrancado despiadadamente las costras que cubrían mis emociones.

—¿Por qué tiene que controlar siempre la situación, Tempe? —me decía—. ¿No puede confiar en nadie?

Tal vez tuviera razón. Quizá yo sólo tratara de evadirme de la culpabilidad que me atormentaba cuando no podía resolver un problema. Acaso únicamente tratara de eludir la inactividad y la sensación de incapacidad que la acompañaba. Me dije que la investigación del crimen no era en realidad responsabilidad mía, que tal misión incumbía a los detectives de homicidios y que mi trabajo consistía en ayudarlos facilitándoles un absoluto y fidedigno apoyo técnico. Me autoincrepé por encontrarme allí simplemente ante la falta de opciones. Aquello no funcionaba.

Cuando había recogido los bolígrafos y rotuladores por completo y reconocía la lógica de mis propios argumentos, aún no podía evitar la sensación de que necesitaba hacer algo. Aquel sentimiento me corroía como un conejo devora una zanahoria. No podía liberarme de la insistente impresión de que, en aquellos casos, se me escapaba algún elemento ínfimo aunque de suma importancia, de un modo que aún no comprendía. Necesitaba hacer algo.

Saqué un expediente del archivador donde conservaba los informes de los casos antiguos y otro del montón de los que estaban en marcha y los deposité junto al de Adkins. Tres expedientes amarillos. Tres mujeres arrebatadas de su círculo y asesinadas con la malignidad de un psicópata. Trottier, Gagnon, Adkins. Las víctimas vivían muy distantes entre sí y contaban con diferentes entornos, edades y características físicas. Sin embargo, no podía liberarme del convencimiento de que la desaparición de todas ellas era obra de un mismo asesino. Claudel tan sólo era capaz de percibir las diferencias; necesitaba descubrir un vínculo para convencerlo de lo contrario.

Arranqué una hoja de papel reglado y elaboré un tosco gráfico encabezando las columnas con las categorías que consideraba más importantes: edad, raza, color y longitud de cabellos, color de ojos, altura, peso, ropas que vestían la última vez que fueron vistas, estado civil, idioma, grupo étnico/religión, lugar/tipo residencia, lugar/tipo de empleo, causa, fecha y hora de la muerte, tratamiento posmórtem del cadáver y su localización.

Comencé con Chantale Trottier, pero comprendí rápidamente que mis archivos no contendrían toda la información que precisaba. Deseaba examinar todos los informes policiales y las fotos de los escenarios del crimen. Consulté mi reloj: eran las dos menos cuarto de la tarde. Puesto que el caso de Trottier había sido asignado a la SQ decidí bajar a la primera planta. Dudaba que hubiera mucha actividad en la sala de la brigada de homicidios, por lo que sería una ocasión oportuna para solicitar lo que deseaba.

No me equivocaba. La enorme sala estaba casi vacía, y sus hileras de escritorios de metal gris reglamentario se hallaban desocupados en su mayoría. Tres hombres se agrupaban en el otro extremo de la estancia. Dos de ellos ocupaban mesas próximas, uno frente a otro, entre montones de expedientes de archivo y bandejas rebosantes de documentación.

Un hombre alto y desgarbado, con las mejillas hundidas y cabellos de color ceniciento, estaba sentado con la silla inclinada hacia atrás, los pies sobre la mesa y los tobillos cruzados. Se llamaba Andrew Ryan. Hablaba el seco y duro francés de los anglófonos y acuchillaba el aire con un bolígrafo. Su chaqueta pendía del respaldo de la silla, y las mangas se agitaban al ritmo con que movía el bolígrafo. La escena me recordó a un bombero en el parque de servicio, relajado pero dispuesto a entrar en acción en cualquier momento.

El compañero de Ryan lo observaba desde su escritorio con la cabeza ladeada, como un canario que examinara un rostro fuera de su jaula. Era de escasa estatura y musculoso, aunque su cuerpo comenzaba a asumir los contornos propios de la mediana edad. Presentaba un perfecto bronceado artificial, sus espesos y negros cabellos tenían un corte moderno y se veía muy atildado. Parecía un futuro actor en unas pruebas de promoción. Pensé que incluso se había atusado el bigote de modo profesional. En una placa de madera que estaba sobre su escritorio se leía su nombre: Jean Bertrand.

El tercero, sentado en el borde de la mesa de Bertrand, seguía las bromas y examinaba las borlas de sus mocasines italianos. Al verlo, el alma se me cayó a los pies con el vertiginoso descenso de un ascensor.

Tras la conclusión de un chiste obsceno los hombres rieron simultáneamente, con las roncas carcajadas con que parecen disfrutar de las chanzas a costa de las mujeres. Claudel consultó su reloj.

«Te vuelves paranoica, Brennan —me dije—. Haz un esfuerzo por controlarte.» Me aclaré la garganta y me abrí camino por el laberinto de mesas. El trío guardó silencio y se volvió a mirarme. Al reconocerme, los detectives del SQ sonrieron y se levantaron. Claudel permaneció impasible, sin esforzarse en absoluto por disimular su desaprobación. Dobló y bajó los pies y siguió observando sus borlas, interrumpiéndose tan sólo para consultar su reloj.

—¿Cómo está, doctora Brennan? —me saludó Ryan en inglés y tendiéndome la mano—. ¿Hace tiempo que no regresa a su país?

—Bastantes meses.

El hombre me estrechó la mano con fuerza.

—Pensaba preguntarle si se lleva allí un AK-47.

—No, las conservamos preferentemente para uso doméstico, ya montadas.

Estaba acostumbrada a sus bromas sobre violencia americana.

—¿Y tienen lavabos dentro de las casas? —me preguntó Bertrand.

Solía centrar en el sur el tópico de sus conversaciones.

—En algunos hoteles importantes, sí —respondí.

De los tres, sólo Ryan parecía sentirse violento.

Andrew Ryan había sido un candidato insólito para la brigada de homicidios de la SQ. Nacido en Nova Scotia, era hijo único de padres irlandeses, ambos médicos, que habían ejercido en Londres y llegaron a Canadá hablando únicamente inglés. Esperaban que su hijo siguiera su misma profesión e, irritados por las restricciones que les imponía su monolingüismo, decidieron asegurarse de que dominara el francés.

Durante su penúltimo año en el instituto St. Francis Xavier, la situación comenzó a empeorar. Seducido por la vida peligrosa, Ryan entró en dificultades con el alcohol y las drogas. Por último pasaba poco tiempo en el campus y frecuentaba los siniestros antros de maleantes y drogadictos. Acabó siendo conocido por la policía local pues sus borracheras solían conducirlo al suelo de una celda, con la apoteosis de sus vómitos. Una noche tuvo que ser internado en el hospital St. Martha's, con la arteria carótida casi seccionada por la navaja de un camello.

Como un cristiano renacido, su conversión fue rápida y total. Atraído aún por los bajos fondos, se limitó a cambiar de bando. Estudió criminología y solicitó y obtuvo un empleo en la SQ, donde alcanzó el cargo de teniente.

Su experiencia callejera le fue muy útil. Aunque solía mostrarse cortés y se expresaba con amabilidad, tenía fama de tipo peleón, capaz de enfrentarse a los degenerados en su propio terreno y de utilizar todos sus trucos. Yo nunca había trabajado con él: toda aquella información me había llegado a través de las habladurías de la brigada. Jamás había oído un comentario negativo sobre Andrew Ryan.

—¿Qué hace hoy aquí? —se asombró. Señaló con un ademán hacia la ventana—. Debería estar por ahí y disfrutar de la fiesta.

Distinguí la cicatriz de su cuello, que se extendía hasta casi la nuca como una serpiente sinuosa.

—Supongo que mi vida social es pésima. Y no sé qué hacer cuando los comercios están cerrados.

Mientras lo decía apartaba el flequillo de mi frente. Recordé las ropas de gimnasia que vestía y me sentí algo intimidada ante su impecable atavío. Los tres parecían figurines de una revista masculina de moda.

Bertrand rodeó su escritorio y se acercó sonriente a saludarme con la mano tendida, que yo estreché. Claudel seguía sin mirarme. Me hacía menos falta que una alergia.

—Pensaba si podría echar una mirada a un expediente del año pasado. De una tal Chantale Trottier que fue asesinada en octubre del 93. El cadáver se encontró en Saint Jerome.

Bertrand chascó los dedos y me señaló.

—Sí, lo recuerdo: la chica del vertedero. Aún no hemos dado con el canalla que lo hizo.

Observé de reojo la mirada que Claudel dirigía a Ryan. Aunque el movimiento fue casi imperceptible, provocó mi curiosidad. Dudaba que él se encontrara allí de visita: estaba segura de que estaban hablando del crimen descubierto el día anterior. Me pregunté si comentarían el caso de Trottier o el de Gagnon.

—Desde luego —repuso Ryan sonriente pero impasible—. Lo que quiera. ¿Cree que se nos pasó algo por alto?

Sacó un paquete de cigarrillos y cogió uno que se puso en la boca. A continuación me ofreció otro, que rechacé con un movimiento de cabeza.

—No, no, nada de eso —contesté—. Trabajo en un par de casos que me han recordado el de Trottier. No estoy muy segura de lo que trato de encontrar, pero me gustaría volver a ver las fotos del escenario de los hechos y tal vez el informe del incidente.

—Sí, ya he tenido esa sensación —comentó al tiempo que echaba una bocanada de humo por la comisura de la boca.

Si sabía que todos mis casos competían asimismo a Claudel, no dio muestras de ello.

—A veces uno siente que debe seguir una corazonada. ¿Qué piensa que va a encontrar?

—Cree que por ahí anda un psicópata responsable de todos los crímenes cometidos desde Jack el Destripador —intervino Claudel. Se expresaba con aire indiferente, y advertí que volvía a examinar las borlas de sus zapatos. Apenas había movido los labios al hablar. Me parecía que no trataba de disimular su desdén. Le di la espalda e hice caso omiso de su presencia.

—¡Vamos, Luc! —dijo Ryan sonriente—. ¡Tranquilo, nunca está de más echar otra mirada! Tampoco hemos fijado ningún límite de tiempo para cazar a ese gusano.

Claudel dio un resoplido, movió la cabeza despectivo y consultó de nuevo su reloj.

—¿Qué ha descubierto? —prosiguió dirigiéndose a mí.

La puerta se abrió bruscamente sin darme tiempo a responder, y Michel Charbonneau irrumpió por el extremo de la sala. Corría hacia nosotros sorteando las mesas y agitaba un papel en la mano.

—¡Lo tenemos! —exclamó—. ¡Tenemos a ese hijo de perra!

Estaba jadeante y acalorado.

—Poco a poco —dijo Claudel—. Veamos de qué se trata.

Se dirigía a Charbonneau igual que a un chico de recados, como si su impaciencia no mereciera el menor simulacro de cortesía.

Charbonneau le tendió el documento a Claudel con el entrecejo fruncido. Los tres hombres se agruparon e inclinaron las cabezas como un equipo que consultara un libro de instrucciones. Charbonneau seguía hablando.

—El imbécil utilizó la tarjeta bancaria de la víctima una hora después de habérsela cargado. Al parecer aún no se había divertido bastante, de modo que fue al cajero automático del dépanneur de la esquina a sacar unos billetes. Sólo que en aquel lugar no sueltan la pasta así como así y tienen una videocámara enfocada hacia la máquina dispensadora: identificación filmó la transacción y voilá, aquí está la instantánea de la Kodak.

Y señaló la fotocopia.

—Una belleza, ¿verdad? La he llevado allí esta mañana y, aunque el empleado nocturno reconoció el rostro, desconocía el nombre del tipo. Sugirió que hablásemos con el compañero que lo sustituye a las nueve. Al parecer se trata de un asiduo.

—¡Mierda! —exclamó Bertrand.

Ryan miraba la foto en silencio, inclinado sobre su compañero más bajito.

—De modo que éste es el hijo de puta —dijo Claudel examinando la imagen que tenía en la mano—. Vamos por él.

—Me gustaría acompañarlos.

Habían olvidado mi presencia. Los cuatro se volvieron hacia mí, entre divertidos y curiosos acerca de lo que ocurriría a continuación.

C'est impossible —replicó Claudel, el único que aún se expresaba en francés.

Apretó las mandíbulas y se quedó tenso, con expresión poco amable.

Estábamos enfrentados.

—Sargento Claudel —comencé asimismo en francés y escogiendo con sumo cuidado mis palabras—, creo advertir significantes similitudes en varias víctimas de homicidios cuyos cadáveres he examinado. De ser así, acaso un individuo, un psicópata como usted dice, se esconde tras todas estas muertes. Puedo tener razón o estar equivocada. ¿Desea realmente asumir la responsabilidad de desdeñar tal posibilidad y arriesgar las vidas de otras víctimas inocentes?

Me mostraba cortés pero inflexible. Tampoco yo pretendía ser afable.

—¡Diablos, Luc, déjala venir! —exclamó Charbonneau—. Sólo vamos a hacer algunas entrevistas.

—¡Vamos, este tipo caerá en nuestras manos aunque no permitas su intervención! —añadió Ryan.

Claudel no respondió. Sacó sus llaves, se metió la foto en el bolsillo y pasó por mi lado camino de la puerta.

—¡Vayamos al baile! —dijo Charbonneau.

Tuve la impresión de que se me presentaba otra jornada de horas extras.

Brennan 1, Testigos del silencio
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